Cuando nacemos no tenemos control en nuestro entorno. Venimos a un mundo hostil donde debemos encajar para sobrevivir. Enseguida nuestros padres nos hacen de alguna forma ponernos una máscara; es como si hubiese algo malo en nosotros tal cual nacimos y tuviéramos que adaptarnos según unas nuevas reglas del juego.

Esa máscara tiene sus propios códigos y llevarla puesta implica interpretar un personaje que va a ser aceptado, querido, amado, tenido en cuenta. Pronto nos damos cuenta que esa máscara está sujeta a un tipo de expectativas sobre nuestro comportamiento; las cosas que debemos decir, las que debemos hacer, las consecuencias de quitarnos la máscara y expresarnos libremente (normalmente en forma de enfado o castigo). Notamos enseguida que los niveles de estrés o tensión de hacer esto último aumenta en los adultos con los que nos relacionamos, así que nos la volvemos a poner.

De niños no se nos explica todo esto, pero lo deducimos por nuestra cuenta. Enseguida percibimos que si nos quitamos la máscara perderemos el amor. No soy digno de amor, no merezco amor, no soy buena persona. No esperes amor de los que te rodean, y al no merecer amor, ni siquiera deberías amarte a ti mismo. Por lo que enseguida aprendemos que el amor es condicionado y está relacionado con nuestra “obediencia” para mantener la máscara puesta. De niños hubiéramos necesitado oir: “no hay nada malo contigo”, “te amo y te acepto tal y como eres”…frases de este tipo que implican amor incondicional y aceptación por lo que somos. Como en la mayoría de los casos no es así y tenemos miedo a las reacciones de nuestros padres siendo nosotros mismos, decidimos llevar la mayor parte del tiempo la máscara.

Lógicamente la visión del progenitor es proteger a su hijo de los peligros de la sociedad, y piensa que si su hijo se pone la máscara estará protegido de un entorno hostil. La intención es genuina y legítima. Pero la percepción del niño es que cada vez que se quita la máscara le tratan mal, y entiende que lo que quieren los adultos es que se la ponga. El niño no ve que sus padres estarían dispuestos a dar sus vidas por él porque “eso no lo dicen los padres, ya que es algo que a ellos no se le dijo”. Sólo ven que lo envían a la cama sin cenar si no lleva la máscara, o lo castigan o le gritan.

Todo esto que el niño observa va conformando una herida que de adulto puede seguir “sangrando” si no se cura. Por ejemplo: no merezco la novia que tengo porque mi comportamiento no es el adecuado, o no merezco un ascenso porque no cumplí la cuota de ventas este trimestre etc..

De niños necesitamos 3 cosas: Afecto, Atención y Reconocimiento. Y si no las recibimos nos preguntamos “¿por qué?”, ¿por qué tienes que trabajar?, ¿por qué te quejas siempre del dinero?, ¿por qué siempre estás enfadado? ¿por qué no tienes tiempo para jugar? Siendo niños no entendemos por qué no nos dan afecto, atención o reconocimiento.

Lo que hacemos es observar a nuestros padres, su comportamiento, sus palabras y creamos así nuestra propia realidad. Si mis padres se quejan continuamente de la escasez de dinero y de lo que cuesta conseguirlo, debe ser así, empiezo a creérmelo.  De esta forma empiezan a formarse las creencias en nosotros, basándonos en la información y comportamientos que percibimos de nuestro entorno más cercano. Una creencia es una declaración de la realidad que creo que es la verdad.

La formación de las creencias en los niños tiene lugar en los primeros años de vida. Si los padres critican mucho a sus hijos éstos acabarán creyendo que no son lo suficientemente buenos; si no les dan amor llegarán a la conclusión de que no merecen ser amados; si no se le prestó suficiente atención creerá que no es importante.

Y de adulto ¿cómo nos afectan estas creencias?

  • Si crees que no mereces cosas buenas ¿vas a pedir lo que quieres?
  • Si crees que no eres importante ¿vas a hablar en una reunión? ¿O igual piensas que lo que tienes que decir no es importante?

Todas esas creencias que se instauran en nuestros primeros años de vida tienen consecuencias en nuestra edad adulta si no las cuestionamos y cambiamos por otras positivas y más adaptativas para nuestra vida.

Desde La Candela de Mariel te puedo ayudar a identificar esas creencias limitantes y a que tomes consciencia del lenguaje que utilizas en la educación de tus hijos o alumnos. Lo más probable es que repitamos patrones de nuestros padres, incluso cuando decidimos no hacerlo. La mayoría de las veces lo hacemos de forma inconsciente.